Mientras estudiaba antropología en la facultad, varios de
nuestros profes nos contaban de sus experiencias etnográficas, nos
ejemplificaban con los trabajos de Mead y toda esa bola de súper-investigadores
que, si no me equivoco, nunca repararon en mencionar que las antropólogas
tienen aproximadamente una semana cada mes en la que no están disponibles a
negociar y mucho menos están en condiciones de “dejar pasar las cosas”, como me
dijo alguna vez un profesor. Se sabe, y con gran certeza, que cada mes las
mujeres experimentamos intensos cambios de humor ocasionados, como también se
sabe, por la liberación de estrógenos que el ciclo menstrual deja a su paso.
Ahora, qué hacer si por sí solo el trabajo etnográfico pone al individuo vulnerable, lo
expone y lo descubre. Si mezclamos la inminente llegada de estrógenos del
famoso Síndrome Pre-Menstrual (SPM) y la incómoda sensación de ser visto a
través de la propia mirada escrutadora del antropólogo, sólo que desde
el sujeto que se investiga, tenemos una espantosa mezcla que provoca inseguridades,
en muchas ocasiones mal humor e, incluso, llanto. Comienzo esta historia sin
dejar de obviar nada, porque ésta ha sido una de las páginas rojas de mi
experiencia durante el trabajo de campo…
Pues bien, aquí estoy yo, sola en esa casa, sintiendo más
calor que de costumbre, mirándome en el espejo cada media hora y preguntándome
cómo fue que pasaron los años tan rápido que las arrugas empiezan a hacerse
sumamente visibles, parece que me están saliendo pecas por la harta exposición
al sol y, bueno, ni se diga de los brotes que parece que se han incrementado
desde mi llegada. Concluyo, anticipadamente porque no sé ni qué fecha del mes
es, que estoy envejeciendo y que las arrugas, las pecas y los brotes no son
resultado de nada más que del poco tiempo dedicado al cuidado de mi piel y esas
cosas que las mujeres con tiempo y vanidad hacen cada día de su vida.
La casa se me hace inmensa, son tres cuartos, una estancia y
una cocina, yo sólo ocupo un cuarto porque está desamueblado y apenas tengo luz
y agua. Sí, la casa está inmensa y me siento absoluta y deprimentemente sola
aquí. Hay noches en las que no puedo dormir -¡Pero cómo fue que se te ocurrió
venir aquí y hacer investigación bajo este escenario tan desolador!- me
cuestiono- ¡Ni siquiera tienes dónde poner tu ropa!- pienso mientras veo la
ropa seca recién lavada sobre la cama, por ese momento, miro fijamente las
fundas, en las que acomodo mi ropa para tratar de establecer algún tipo de
orden en esta casa inmensa y en este panorama devastador –Si decidieras irte
ahora, dejar todo esto de la antropología para quien tenga agallas, sólo tienes
que meter esas fundas en tu mochila e irte ¡qué fácil!- me dice una vocecita,
de esas que lo llevan a pensar a uno en la locura, no hay mucho qué empacar-
¡vete, vete de una vez!
“…Vendrá un día la santa, bendita, prodigiosa revolución de
las estatuas (…) y vendrá la inmensa, la descomunal, la infinita revolución de
los muertos. Tan populares, tan resentidos, tan numerosos, bajando en largas
hileras por las montañas…” (Francisco tario).
Justo en el momento en el que tomo una decisión, entra Doña Carmen, sin tocar y asustándome como siempre. Ella ve que tengo la ropa limpia sobre la cama y me pregunta si voy a planchar -¿Planchar? ¡Pero si yo dejé de planchar cuando cumplí 17 y entré a la universidad!- digo para mis adentros y le respondo, buscando ser lo menos brusca posible, que no voy a planchar porque no tengo plancha y además la ropa no está arrugada. Doña Carmen, quien de vez en cuando insiste en que me case con su hijo, ocho años menor, y quien siempre encuentra la forma de manipularme a tal grado que termino haciendo lo que dice para no discutir porque es la dueña de la casa y, dentro de todo su chantaje, ha sido bastante amable conmigo. Como era de esperarse, Doña Carmen insiste -¿Cómo va a guardar su ropa así? ¡La ropa se plancha, si no tiene plancha yo se la presto!- me dice con el ceño fruncido y a manera de regaño –Doña Carmen ¡yo no plancho! ¿Para qué? Se gasta la luz y la ropa se vuelve a arrugar- le digo con un tono más alto del acostumbrado y devolviéndole el ceño fruncido.
Creo que Doña Carmen comprendió que no estaba de humor para
discutir esos temas tan trascendentales de la ropa planchada o eso creo, si no por
qué responder con esa clásica frase del “¿Para qué? Se gasta la luz y la ropa
se vuelve a arrugar” -¡Bah, torpe!- pienso. Alguna vez, en los años hippies de
un familiar cercano, le pregunté a qué se debía que no se bañara más de dos
veces al mes, él me dijo -¿Para qué? Se gasta el agua y además uno se vuelve a
ensuciar- en ese momento pensé que tonta y aburrida respuesta y, ahora,
escúchenme hablar. Es como si a uno le preguntaran por qué no quiere comer y
uno respondiera -¿Para qué? Se acaba la comida y uno la va a desechar- o como
si a uno le preguntaran cualquier otra cosa y terminara exponiendo el círculo
vicioso que conduce a cada necesidad o a cada hábito en nuestras vidas. La cosa
aquí fue que Doña Carmen, después de mi respuesta, se fue y no volvió más
durante el día.
Por la tarde, sentí algún dolor abdominal que me hizo checar
el calendario y ahí estaba ¡la respuesta a mis modos tan peculiares de actuar! Digo, con todo y que
reconozco no ser la persona con el carácter más fácil en este planeta, quizás
los marcianos sean más como yo, más inestables, quizás su inestabilidad sea el
resultado de su lejanía con el sol -¡eso es, el sol!- y río a carcajadas en mi
solitaria vida de antropóloga en este lugar, ahora sé que realmente mis
arrugas, mis pecas y mis brotes no son más que una demostración de mi paranoia mensual
pero la cosa no paró ahí… Un par de días antes de la ropa sin planchar, un
amigo que se hizo amigo con el transcurrir de las horas, porque no convivimos
ni un día completo, pasó una noche en la casa. Él venía del “poli”, había
llegado días antes y le habían proporcionado hospedaje en una casa sucia, sin
luz, sin cama y con varios pollos. La noche que nos conocimos fue por Don
Marino, cuando me contó de su hospedaje le ofrecí que se quedara en la casa,
total que hay una hamaca aparte de la cama. Aceptó la oferta. Al día siguiente,
algunos conocidos nos vieron juntos y, como es común en los pueblos pequeños,
se rumoró que era mi novio, amante o algo similar.
Doña Carmen viene, de vez en cuando, más que a visitarme a
inspeccionarme, porque está convencida de que soy la mujer para su hijo y
quiere creer que soy la “güera” casta que bajó del cielo para quitarle la
timidez a su muchacho. En fin, Doña Carmen vino a saludarme, observaba la cama,
la ropa ahora ordenada y vio sobre mi mesa un paquete de toallas sanitarias, me
sonrió entonces y se fue contenta. Horas más tarde me enteré que su contento
era tan grande porque ahora sabía que “no estaba preñada”. Cuando me dijeron
tal cosa, con el cinismo con el que suelen decir las cosas aquí, me enojé. Sin embargo, recordé mi locura del día pasado y pensé que un viaje de descanso
el siguiente fin de semana no me vendría nada mal, total, esta vez tampoco había ropa que planchar.
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