mayo 03, 2013

La fiesta de Liz

No he querido hablar con estas palabras, he preferido callarle a la gente y gritarme frente al espejo, casi como si quisiera reprocharme cosas. Dicen que el lenguaje es tan arbitrario que las abstracciones de sus palabras terminan por contarnos menos de aquello que pretendíamos, dicen que es complicado identificar la violencia que ejercemos a ese lenguaje, comparto la idea aunque no sea una intelectual alemana de finales del siglo XX.

Quería, lo digo con la sinceridad que ahora persigo, acribillar al lenguaje; matarlo, por así decirlo; desaparecerlo, para que quede más claro; cortarle las palabras y las respuestas, sólo por ejemplificar... no pude, sabía que algún día, en algún momento, tenía que hablar pero mi boca no sabía cómo. Los músculos, esos que hacen posible la oralidad, preferían otras distracciones, beber, comer, bostezar, hacer muecas. 

Y resulta que me contagiaron el silencio, ese que atormenta las noches y que hace inciertas las decisiones, aquel que le saca a uno el corazón como para comprobar si es cierto que de ahí viene todo el meollo del asunto, entonces a alguien se le ocurre preguntarme si existirá algo después de esta vida lingüística. Seguramente existe un mundo sin estas palabras, en el que las sociedades pueden dialogar sin necesidad de gastar saliva, en donde la gente prefiere los besos a los cortejos bien pronunciados.

Estábamos unos seis sentados frente a aquel tablón de madera, fingiendo más risas que de costumbre, mal hábito que se hace común en la gente que pasa de los veinticinco. La tristeza se simula y se disimula en el tránsito de una Montejo a una León, las lágrimas de Caro fueron el jarabe de un postre incomible pero que, de alguna forma, satisfizo el antojo de llorarte.


2 comentarios:

  1. Genial! La imagen de las lagrimas en el postre incomible me mató.

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    1. ¡Eze querido, me encanta tu visita a este espacio virtual!

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