mayo 14, 2015

Para todo mal mezcal

Beber no es bueno pero, a veces, sólo el trago sincera los llantos negados y las palabras lejanas. Permite perder la serenidad, esa que juega a los naipes con Benedetti y que siempre es traicionada, por partida doble, por la ira y la tristeza. En ese mismo orden, revolcadxs o separadxs en su justa medida.

Unx quiere jugársela toda en un sorbo, creer que es verdad que la memoria olvida, que las realidades se ven menos fatídicas y que, atolondrado el cuerpo, la cabeza no recuerda nombres, números telefónicos o direcciones.

Lo cierto es que el desamor y el alcohol se llevan bien, tienen guardado en el fondo de cada botella una especie de romanticismo que termina por engañar a nuestra desdicha; bebemos ese fondo con la misma misericordia con la que confrontamos la cotidianidad de dos cuerpos distantes, livianos e imperceptibles.

Sin embargo, ese último trago, el más amargo, el más caliente, el que atonta las erres y permite la fluidez de ciertos humores, es el primer trago de la sobriedad del día siguiente que amenaza con no volver jamás.

Beber es malo, dicen los abstemios más sabios y los ebrios más enfermos, nos acerca a vivir el dolor borracho y ese no sabe de disimulos o simulaciones.


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